Antón bracea
desesperado, haciendo que buena parte del maloliente líquido desborde fuera de
la bañera. Intenta agarrarse al borde, pero los nervios le traicionan y se
resbala continuamente de manera que su cabeza nunca acaba saliendo a la
superficie. Chapotea frenéticamente procurando no marearse por la falta de aire
puro. Nota fuertes arcadas que torturan su estómago, y cuando las fuerzas
empiezan a fallarle, algo o alguien lo saca de la asquerosa bañera y lo tira al
suelo violentamente. Inmediatamente empieza a presionar su esternón haciendo que vomite
restos de líquido y de la poca comida que haya podido quedar en su estómago durante
las últimas horas. No es capaz de abrir los ojos y los accesos de tos son tan
seguidos que teme expulsar los pulmones por la boca. Lo primero que ve cuando
abre los ojos es la cara de Paola. Su expresión es de preocupación y sus ojos
tienen la misma mirada de pánico que la de Antón. Éste no es capaz aun de oír
lo que le está diciendo, pero por la urgencia de su tono entiende que le está
apurando para salir de allí. Se levanta con mucha dificultad y necesita
apoyarse en ella para dar los primeros pasos. Paola susurra como una demente
mientras tira de él hacia una esquina de la habitación. La frase “todos están
muertos” sale de su boca una y otra vez
de forma que Antón la escucha como si de un eco se tratara. Sin tiempo para
alegrarse por encontrarse con su amiga, Paola se inclina sobre el suelo y
aparta con movimientos rápidos una pesada alfombra que llena de polvo el ya
cargado ambiente de la sala. Increpa a Antón para que le ayude a levantar la
puerta de una trampilla escondida en el suelo, pero éste no es capaz casi ni de
respirar. Le palpita la cabeza y le duele la cara de manera espantosa.
Braceando por salir de la bañera se golpeó brazos y piernas, así que ahora solo
es capaz de arrastrarse hacia el agujero
que su compañera acaba de dejar al descubierto con mucho esfuerzo. Paola ayuda
a Antón empujándolo para que se deslice por la rampa que da a algún lugar del
subsuelo, pero en el momento en que ella está a punto de seguirle desaparece
como si algo la absorbiese. Antón, aterrado por la idea de que aquello que le había atacado volviera a
cebarse con él, agarró un extremo de la alfombra que había apartado Paola y se
tapó, intentando esconderse así de la vista de aquel demonio asesino. Se
encogió en posición fetal y, temblando, escondió todo lo que pudo la cabeza
entre las rodillas, sin atreverse casi a respirar. La parte más racional de su
cerebro le decía que se dejase resbalar y fuera a dar lo más lejos posible del
horror que había vivido, pero la parte que gobernaba sus sentimientos le
reprochaba su actuación cobarde. Paola le había salvado de morir ahogado,
jugándose la vida para ayudarlo a escapar, y ahora él se encontraba temblando
como un bebé, sin ser capaz de mover un dedo por su amiga. Sabía que cada
segundo que pasara era importante, y la imagen de sus compañeros de viaje
colgando de una cuerda le machacaba la mente como si de un mismísimo martillo
se tratara. Finalmente se impuso su instinto de supervivencia y, tratando de
convencerse de que sus músculos actuaron por voluntad propia y en contra de sí
mismo, se dejó caer al vacío.
AMANECER
Antón se despierta
aturdido. Se encuentra desayunando, preparando con calma sus tostadas,
untándolas con la maravillosa mantequilla casera que les ofrece el dueño del
bar donde habían parado a dormir. No da crédito a lo que ve. Ya no está en
ningún agujero, y ha desaparecido el dolor de cabeza y de todo el cuerpo.
Suelta el cuchillo de untar y se palpa la nariz, descubriendo que no está rota.
Paola y Luca están tomando café tranquilamente. Se encuentran en perfectas condiciones.
Se pregunta donde estarán Marco y María,
pero de repente se acuerda de que decidieron irse y no visitar el pueblo
fantasma. Las imágenes pasan por delante de sus retinas como diapositivas a
toda velocidad: la lluvia, el encontrarse solo de repente, la casa vieja, la
bestia sin cara que le golpeó salvajemente y colgó a sus amigos, la bañera
llena de (estaba seguro) la sangre de otros desgraciados, Paola, su decisión de
no ayudarla… la miró fijamente hasta que ella, confusa, le devolvió la mirada
con un gesto de interrogación. Le preguntó si le pasaba algo, pero la vergüenza
hizo que Antón bajase la cabeza y contestase con un débil “no, nada”. El sol
brillaba a través de la ventana, y Luca se aventuraba a hablar sobre lo que se
encontrarían una vez que llegasen al pueblo, bajo la atenta mirada del dueño
del bar.
Por primera vez Antón
se fijó en él. Bajo y de facciones corrientes, nada hacía ver algo especial en
sus gestos, aunque algo le decía que aquel hombre escondía algo. En ese momento
estaba esperando a que acabasen de desayunar, apoyado sobre ambas piernas y con
las manos en los bolsillos. Sus miradas se encontraron y Antón notó como si una
luz le perforase el cerebro. No pudo sostener su mirada por mucho tiempo. Cerró
los ojos y cuando los volvió a abrir el hombre ya no estaba. Antón intentó
relajarse y pensar que todo lo que había pasado no era más que una horrible
pesadilla. No muy convencido, sigue a sus amigos hacia la furgoneta para
marcharse de allí lo antes posible e intentar convencerles de volver a casa
rápidamente, pero algo se lo impide. El dueño del bar, que apareció como de la
nada, le agarra del brazo y se deja llevar por él hacia el rincón de la barra
donde ya sabía que irían. Aterrado por todo lo que estaba reviviendo, fijó sus
pupilas en las del hombre y pudo ver en ellas que lo que había soñado se iba a
volver realidad inevitablemente. Temblando, recoge la bolsita que le
entrega. El hombre le hace un gesto de asentimiento y Antón la abre.
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