Dos bolas de cristal
brillan en la palma de su mano. Una emite una luz rojiza y la otra una luz
blanca. Antón levanta la vista y nota la impaciencia dibujada en la cara de
aquel misterioso hombre. “Debes elegir una”, le dice, “pero has de saber que la
roja te permitirá volver allí de donde has escapado y salvar a tu amiga, y la
blanca seguir un nuevo camino a partir de este momento”. Antón alza rápidamente
su mano hacia la bola blanca, pero el hombre le detiene. “Piénsalo bien, no
sabes qué os puede pasar a partir de ahora”. Rojo de ira y agotado por las
últimas horas vividas, Antón le grita que quien es, si es acaso el demonio que
les ha atacado en el pueblo, que va a denunciarle a la policía y varios
improperios más. En ese momento escucha a Paola llamarlo por su nombre desde la
furgoneta y cuando se gira para seguir insultando al dueño del bar descubre que
éste ya no está. Pero sí están las bolas, brillando aún con más intensidad
encima del mostrador. Las agarra junto con la bolsa y corre a la furgoneta. No
se da cuenta de que una de las bolas cae al suelo. El brillo se apaga y se
convierte en una simple bolita de cristal más.
Luca pone la furgoneta
en marcha y Antón intenta por todos los medios convencerlo de no ir al pueblo
fantasma. Le habla de que ha tenido un sueño premonitorio, pero solo consigue
que sus amigos se rían de él. Luca sigue conduciendo mientras bromea imitando
al dueño del bar y sus maneras misteriosas, y Paola le sigue el juego. Esto
hace que Antón se vaya enfadando cada vez más, sobre todo con la actitud prepotente
de Luca. Indignado por la respuesta de sus amigos le pide a Luca que pare la
furgoneta y le deje bajar, pero el chico dice que ni hablar, que no sea
estúpido y no les amargue el viaje. Paola intenta calmar los ánimos. Antón le
agarra el hombro a Luca, obligándole a dar un volantazo. Paola aparta el brazo
de Antón y le grita a Luca que disminuya la velocidad, pero éste, sin dejar de
insultar a Antón, se gira para golpearle. En un solo segundo el mundo gira
vertiginosamente. Tres cuerpos se mueven sin control como si estuvieran en el
tambor de una lavadora, mientras la furgoneta da varias vueltas de campana y se
aparta de la carretera hacia un terraplén de varios metros de desnivel. Uno de
los cuerpos sale despedido por una de las ventanillas mientras el auto choca
salvajemente contra un grupo de árboles.
No será hasta un par
de días más tarde cuando los encuentren. Dos de ellos están reducidos a cenizas
por culpa de la explosión del tanque de gasolina, y al otro lo descubren en
unos matorrales, bastante alejado de la furgoneta y de sus otros dos
acompañantes. Un forense determina que la muerte fue instantánea para los tres.
SEPTIEMBRE
La familia de Antón se
agolpa en el nicho donde éste pasará toda la eternidad. La lluvia les cala
hasta los huesos porque el tiempo había cambiado de repente y nadie traía
paraguas. Los sollozos de la madre de Antón acompañan el golpeteo de las gotas
de lluvia sobre la caja de madera. Este era el final de tantos días de angustia
y espera hasta poder recuperar el cuerpo de su hijo y enterrarlo en Madrid. Se
siente culpable por no haber evitado que se fuera a aquel viaje, o por no
obligarlo a ir acompañado, al menos. Las explicaciones de las autoridades
italianas le habían dejado fría y temía no llegar nunca a saber porqué todo había
acabado de esa manera. Compartía el dolor de las familias de los chicos
italianos fallecidos, pero en el fondo les culpaba por no haber cuidado de sus
hijos correctamente y que Antón corriera la misma suerte que ellos.
Cuando todos se
alejaban al acabar el entierro, la madre de Antón divisó bajo la lluvia una
sombra medio escondida detrás de unas lápidas. Le hizo un gesto a su marido de
que fuese yendo al coche y se acercó a ella. No le hizo falta acercarse
demasiado para darse cuenta de quién era.
-
Qué haces aquí –
le dijo a la sombra.
-
Tengo derecho a
decir adiós a mi hijo – le contestó ésta a través de un velo.
-
Solo lo pariste y
lo abandonaste, no era tu hijo.
-
Me lo quitaron,
no lo abandoné. Y tú le has contado que estaba muerta.
-
Era lo mejor para
él, ya lo sabes. De todas formas nunca falté a mi promesa de irte informando
periódicamente de cómo estaba.
-
¿Tienes lo que te
pedí?- preguntó la sombra.
-
Sí, era lo único
que llevaba encima cuando lo encontraron. Nunca se lo había visto, pero si es
importante para ti puedes quedártelo – la sombra agarró ansiosa el objeto que
la otra mujer le entregaba.
Cuando la madre de Antón se giró para irse, tuvo unas últimas palabras
para aquella mujer que había vivido a la sombra todos aquellos años.
-
Parece que, finalmente,
ninguna de las dos hemos sabido cuidar de él – luego se marchó corriendo hacia
el coche, donde le esperaba su marido y una nueva y dura vida sin el niño que
había criado como si fuera suyo.
Ahora está segura de que su hijo, al igual que hizo ella en su momento,
decidió no volver al pasado para corregir una mala acción y optó por la nueva
alternativa en un mundo paralelo.
Cierra los ojos mientras recuerda como si fuera este mismo instante, la noche que abandonó a su pequeño
bebé a las puertas de un orfanato. En una cestita de mimbre y envuelto en una
manta con el nombre de Antón bordado, su hijo la mira con unos ojos
terriblemente grandes y despiertos. Sin pensarlo dos veces se aleja corriendo
hacia la oscuridad. Amparada por la noche ve una luz encenderse mientras alguien
abre la puerta del orfanato y recoge la cesta. Intenta poner la mente en blanco
y no pensar en aquellos bracitos y en aquella boquita pegada a su pecho. No puede
evitar intentar ver a su hijo por última vez y se acerca de nuevo al orfanato.
A través de una ventana es testigo de una terrible escena. Dos monjas discuten
de forma acalorada, señalando constantemente la cesta donde Antón llora
congestionado. La conversación sube de tono y ve horrorizada como una de las
monjas coge un cojín y lo aprieta sobre el niño ante la mirada espantada de su
compañera. El tiempo se detiene. Ha dejado de oírse el llanto del bebé. Las
monjas miran a su alrededor y cierran inmediatamente la persiana de la ventana
desde la que una madre acaba de contemplar el asesinato de su hijo. Nota la
sangre congelarse en sus venas.
Para ella la salvación llegaría un año más tarde, cuando se casó con un
enfermero del centro y pudo empezar una nueva vida. Nunca le habló del niño,
aunque estuvo a punto de hacerlo cuando le diagnosticaron una atrofia que le
impediría tener más hijos. Un día fue a hablar con la madre adoptiva de Antón a
intentar convencerla para que la ayudara a recuperarlo, pero era demasiado
tarde. Solo consiguió de la mujer una promesa de mandarle cartas periódicamente
sobre la evolución del niño. Las lágrimas velaron su mirada, y se prometió que serían las últimas
que derramaría por él. Cuando estaba aparcando el coche en el garaje de su casa
le pareció ver una sombra detrás de una columna. Al llegar a ella no vio a
nadie, pero un pequeño destello llamó su atención desde el suelo. Recogió la
pequeña bola roja y la unió a la blanca que todavía conservaba dentro de la
bolsita, perdida en el fondo del cajón de su mesilla de noche.
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