miércoles, 1 de agosto de 2012

LLUVIA -CAPÍTULO VIII-


                                                                        
No pienso con claridad. Creo que ya noto los primeros síntomas de la locura porque me pareció ver a mi madre. Estuvo un rato acariciándome y secándome las lágrimas con el bordillo de su falda.

Lucas volvió a casa desesperado. No entendía qué le podía haber pasado a Vera. Rememoró la discusión del día anterior para intentar buscar una explicación. Ella había entrado como una exhalación por la puerta de casa, murmurando con el ceño fruncido. Respondió a sus preguntas de muy mala manera, y al final tuvo que ponerla en su lugar para no ser él el centro de su furia.

-          Vera…

-          ¡Déjame!

-          Ha llamado tu hermana.

-           ¡No voy a hablar con ella de la herencia de mamá! Se lo he dicho mil veces.

-          Es que Luis le da la razón a ella.

-          ¡Ahí está el tema! Resulta que mi jefe, que también es mi abogado en el caso del testamento de mi madre, le da la razón a mi hermana y no a mí. Esto es de locos

-          Cálmate, por favor.

-          ¡No me calmo! ¿El mundo se está volviendo loco o qué?

-          Si es que no sé porqué no hablas con Luis, a mi no me parece un mal tipo.

-          Ya, tú eres hombre y los hombres os defendéis entre vosotros.

-          No se trata de eso, no seas niña…

-          ¡Claro! Ahora la niña soy yo.

-          Yo no digo eso…

-          Mira, Lucas, yo solo buscaba desahogarme contigo, no hace falta que des tu opinión.

-          Vaya, solo me quieres para que me quede calladito mientras tú hablas y hablas sin sentido.

-          Ahora hablo sin sentido…

Después de aquello ya no había sido capaz de razonar más con ella. Agarró el pijama y se fue a dormir a la habitación de invitados. La habitación que habían adecentado para el bebé antes de que Vera lo perdiera después de la muerte de su madre. Lucas creía que Vera culpaba a su hermana por haberla disgustado con los temas de la herencia los días posteriores al entierro.

Ahora vuelvo a soñar. Alguien se acerca a mí y me inyecta algo en el brazo. Duele… nunca me han gustado las agujas.

Parece como si me hubieran dado una paliza. Me despierto y soy incapaz de abrir los ojos debido a la claridad. No recuerdo muy bien lo que ha pasado en las últimas horas… ¿o días?

Lo que sí recuerdo es la oscuridad a mi alrededor, y ahora no hay oscuridad. Consigo despejarme un poco y me asombra todo lo que veo. Empiezo a recordar: el golpe en la cabeza (¿me caí por las escaleras de casa?), el sabor de la sangre, mis manos y pies atados, la certeza de que iba a morir de hambre y sed, aquellos zapatos rodeados de un haz de luz que me limpiaron la cara… y el pinchazo. Seguramente alguien me inyectó un calmante, porque me siento más tranquila, aunque sigo sin razonar con claridad. Voy por partes. Me sigue doliendo la cabeza pero menos intensamente. Cuando intento tocarme la nuca me doy cuenta de que mis pies y manos están libres, aunque no los coordino bien. Lo que sea que corre por mis venas me atonta e impide que me angustie, pero también que me excite la idea de verme liberada de ataduras. Me toco las piernas y noto el hormigueo de haber permanecido en una postura forzada tanto tiempo. Estoy sentada en una especie de sillón. Mis manos recorren mi cuerpo seguidas por mis ojos, que, con mucho esfuerzo, van enviando señales de lo que perciben a mi cerebro atontado. No reconozco lo que llevo puesto. Es una especie de vestido tipo bata de casa, de esas que visten las señoras mayores. El dibujo de flores de color rosa de la tela me tiene absorta unos minutos. No recuerdo lo que vestía cuando me trajeron aquí, pero seguro que no era esto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario