jueves, 24 de enero de 2013

ELÍAS -CAPITULO IV - FINAL-



La oscura realidad se cierne sobre mi como un pájaro de alas negras. Hasta el momento mi vida había girado en torno a la creación de Elías, pero pronto llegará el momento de poner a prueba mis esfuerzos y de comprobar si Elías será la luz al final del tunel, la salvación del mundo entero.
El peso de tan inmensa responsabilidad empieza a sofocarme y por un momento pienso que voy a desfallecer.
Los recuerdos se enredan en mi memoria como malas hierba, y cada uno es una flor abierta de par en par que se marchita al cortarla del jardín del olvido y traerla al presente.
De repente todo desaparece. Ya no está Elías, ni mi laboratorio, ni la torre de apuntes y libros que adorna cada esquina de mi despacho.

Vuelvo a algún momento de hace diez años. Mi mujer sale a la puerta para despedirme mientras yo le lanzo un beso y admiro su figura esbelta y su hermoso pelo castaño. Nuestra hija Maika está desayunando y preparándose para ir al colegio. Le echo un vistazo al portafolios y compruebo que llevo toda la documentación de mi último proyecto al laboratorio. Ayer trabajé hasta tarde en mi despacho y temo haber dejado algo en el escritorio. Una última ojeada a la puerta de casa llena mi corazón de una alegría salvaje. Maika sale corriendo para despedirse de mi, gritando que recuerde que hoy prometí llevarla al parque nuevo porque es viernes y salgo pronto del laboratorio. Yo ya he cruzado la calle y estoy casi en la acera de enfrente donde, unos pasos más hacia delante, se encuentra aparcado el coche. La niña corre hacia mi sonriendo, su melena ondeando al viento y en zapatillas. Dejo el portafolios en el suelo y preparo mis brazos para auparla y abrazar su delgado cuerpecillo. Entonces algo se rompe en el universo, como si un mismisimo agujero negro apareciera delante de mis ojos. Pero no es un agujero negro, es un camión que se avalanza irrefenable hacia mi hija. Mi cuerpo se paraliza de cintura para abajo y mis brazos caen hacia los lados como ramas de un árbol vapuleado por un huracán. Mi cerebro se bloquea y se queda en blanco.
Pero ahora puedo recordar. Puerdo recordar cómo el camión golpea a Maika y como ésta sale disparada a una velocidad imposible. El ruido de los frenos se hace insoportable y me ensordecen hasta el dolor. Ahora recuerdo al hombre saliendo de la cabina blanco como un fantasma y con las manos en la cabeza. Ahora recuerdo el grito de mi mujer, pronunciando por última vez el nombre de nuestra hija. Ahora recuerdo el murmullo de la gente apelotonándose alrededor del pequeño bulto destrozado. Y yo sin poder moverme.

Miro por la ventana y lo que veo me sorprende como si acabara de despertar de un sueño agitado. Estoy desorientado y no reconozco nada a mi alrededor, solo los libros apilados encima de una sencilla mesa de contrachapado. La luz del flexo desafía la incipiente oscuridad de la noche que se acerca amenazadora, iluminando débilmente un volumen abierto. Giro la cabeza y la figura de un catre se dibuja en mis pupilas. Casi temo seguir mirando. Muy lentamente dirijo la mirada hacia la puerta y su visión ataca mi alma como las garras de un oso inmenso destrozando un velo de gasa. Gruesos barrotes tapan una enorme puerta de seguridad.
Un último recuerdo me envuelve como la densa niebla pantanosa.
Mientras mi cuerpo se derrumba, revivo aquel momento de furia en el que agarro mi portafolios y me dirijo al camionero. No me canso de golpearle en la cabeza hasta que ésta se convierte en un amasijo de hueso y pulpa, sacando de mi una fuerza que nunca creí capaz de tener. Nadie fue capaz de pararme, y yo solo quería que la esencia vital de aquel hombre se derramara hasta la última gota.
Entre varios policías fueron capaces de reducirme y aplastarme contra el suelo mientras yo veía como el gran charco de sangre del camionero se iba acercando a mi niña, tumbada como un guiñapo solo a un palmo de él. Mi mano aferra desesperada una zapatilla infantil.

La puerta se abre. Un joven grueso y uniformado deja una bandeja con comida encima del libro abierto sobre la mesa, sin darse cuenta de que unas gotas de sopa han caído sobre las hojas. Empieza a hablar pero no proceso lo que está diciendo hasta unos segundos más tarde. Algo sobre que no va a ser posible que siga yendo al taller, y que el alcaide me prohibe que moleste a un preso, un tal Ramón.
Pero lo que más me duele, lo que realmente me duele, es cuando con esa boca de labios sebosos lanza una frase dilapidaria: "... y olvídate de ese cacharro metálico que guardas en el garaje porque mañana mismo lo viene a recoger un chatarrero".
La furia se apodera de mi, me nubla la vista y multiplica el volumen de mis músculos, prestos al ataque. El carcelero, adivinando mis intenciones, agarra la porra con sorprendente rapidez aunque no la suficiente como para evitar que mis manos, convertidas en las garras de una fiera, destrocen su cara y se claven en sus ojos de sapo viscoso. Dejo a mi presa tumbada entre feroces alaridos mientras me dirijo a la puerta. Oigo el ruido de zapatos golpeando el suelo del pasillo, pero se que nunca me atraparán.
Corro hacia el garaje.
Por fin ha llegado la hora.
Apoyo la mano en la lisa superficie de Elías y éste me da la bienvenida abriendo sus puertas solo para mi.
A mi alrededor se confunden los sonidos que reducirán este mundo a cenizas y polvo, pero yo estoy a salvo.
Ha llegado la hora que tanto estaba esperando, la hora de convertirme en Dios.

1 comentario:

  1. :-O
    ¡Vaya final!
    Me encantan los finales que no dejan indiferentes... y que disparan la imaginación. ¿Funcionó Elías?
    ¡Enhorabuena!

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