martes, 13 de noviembre de 2012

EL ÚLTIMO VIAJE: PARTE V


 
Antón bracea desesperado, haciendo que buena parte del maloliente líquido desborde fuera de la bañera. Intenta agarrarse al borde, pero los nervios le traicionan y se resbala continuamente de manera que su cabeza nunca acaba saliendo a la superficie. Chapotea frenéticamente procurando no marearse por la falta de aire puro. Nota fuertes arcadas que torturan su estómago, y cuando las fuerzas empiezan a fallarle, algo o alguien lo saca de la asquerosa bañera y lo tira al suelo violentamente. Inmediatamente empieza a  presionar su esternón haciendo que vomite restos de líquido y de la poca comida que haya podido quedar en su estómago durante las últimas horas. No es capaz de abrir los ojos y los accesos de tos son tan seguidos que teme expulsar los pulmones por la boca. Lo primero que ve cuando abre los ojos es la cara de Paola. Su expresión es de preocupación y sus ojos tienen la misma mirada de pánico que la de Antón. Éste no es capaz aun de oír lo que le está diciendo, pero por la urgencia de su tono entiende que le está apurando para salir de allí. Se levanta con mucha dificultad y necesita apoyarse en ella para dar los primeros pasos. Paola susurra como una demente mientras tira de él hacia una esquina de la habitación. La frase “todos están muertos” sale de su boca  una y otra vez de forma que Antón la escucha como si de un eco se tratara. Sin tiempo para alegrarse por encontrarse con su amiga, Paola se inclina sobre el suelo y aparta con movimientos rápidos una pesada alfombra que llena de polvo el ya cargado ambiente de la sala. Increpa a Antón para que le ayude a levantar la puerta de una trampilla escondida en el suelo, pero éste no es capaz casi ni de respirar. Le palpita la cabeza y le duele la cara de manera espantosa. Braceando por salir de la bañera se golpeó brazos y piernas, así que ahora solo es capaz de arrastrarse hacia el agujero que su compañera acaba de dejar al descubierto con mucho esfuerzo. Paola ayuda a Antón empujándolo para que se deslice por la rampa que da a algún lugar del subsuelo, pero en el momento en que ella está a punto de seguirle desaparece como si algo la absorbiese. Antón, aterrado por la idea de que aquello que le había atacado volviera a cebarse con él, agarró un extremo de la alfombra que había apartado Paola y se tapó, intentando esconderse así de la vista de aquel demonio asesino. Se encogió en posición fetal y, temblando, escondió todo lo que pudo la cabeza entre las rodillas, sin atreverse casi a respirar. La parte más racional de su cerebro le decía que se dejase resbalar y fuera a dar lo más lejos posible del horror que había vivido, pero la parte que gobernaba sus sentimientos le reprochaba su actuación cobarde. Paola le había salvado de morir ahogado, jugándose la vida para ayudarlo a escapar, y ahora él se encontraba temblando como un bebé, sin ser capaz de mover un dedo por su amiga. Sabía que cada segundo que pasara era importante, y la imagen de sus compañeros de viaje colgando de una cuerda le machacaba la mente como si de un mismísimo martillo se tratara. Finalmente se impuso su instinto de supervivencia y, tratando de convencerse de que sus músculos actuaron por voluntad propia y en contra de sí mismo, se dejó caer al vacío.

 

AMANECER

Antón se despierta aturdido. Se encuentra desayunando, preparando con calma sus tostadas, untándolas con la maravillosa mantequilla casera que les ofrece el dueño del bar donde habían parado a dormir. No da crédito a lo que ve. Ya no está en ningún agujero, y ha desaparecido el dolor de cabeza y de todo el cuerpo. Suelta el cuchillo de untar y se palpa la nariz, descubriendo que no está rota. Paola y Luca están tomando café tranquilamente. Se encuentran en perfectas condiciones. Se pregunta donde estarán  Marco y María, pero de repente se acuerda de que decidieron irse y no visitar el pueblo fantasma. Las imágenes pasan por delante de sus retinas como diapositivas a toda velocidad: la lluvia, el encontrarse solo de repente, la casa vieja, la bestia sin cara que le golpeó salvajemente y colgó a sus amigos, la bañera llena de (estaba seguro) la sangre de otros desgraciados, Paola, su decisión de no ayudarla… la miró fijamente hasta que ella, confusa, le devolvió la mirada con un gesto de interrogación. Le preguntó si le pasaba algo, pero la vergüenza hizo que Antón bajase la cabeza y contestase con un débil “no, nada”. El sol brillaba a través de la ventana, y Luca se aventuraba a hablar sobre lo que se encontrarían una vez que llegasen al pueblo, bajo la atenta mirada del dueño del bar.

Por primera vez Antón se fijó en él. Bajo y de facciones corrientes, nada hacía ver algo especial en sus gestos, aunque algo le decía que aquel hombre escondía algo. En ese momento estaba esperando a que acabasen de desayunar, apoyado sobre ambas piernas y con las manos en los bolsillos. Sus miradas se encontraron y Antón notó como si una luz le perforase el cerebro. No pudo sostener su mirada por mucho tiempo. Cerró los ojos y cuando los volvió a abrir el hombre ya no estaba. Antón intentó relajarse y pensar que todo lo que había pasado no era más que una horrible pesadilla. No muy convencido, sigue a sus amigos hacia la furgoneta para marcharse de allí lo antes posible e intentar convencerles de volver a casa rápidamente, pero algo se lo impide. El dueño del bar, que apareció como de la nada, le agarra del brazo y se deja llevar por él hacia el rincón de la barra donde ya sabía que irían. Aterrado por todo lo que estaba reviviendo, fijó sus pupilas en las del hombre y pudo ver en ellas que lo que había soñado se iba a volver realidad inevitablemente. Temblando, recoge la bolsita que le entrega. El hombre le hace un gesto de asentimiento y Antón la abre.

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