miércoles, 14 de noviembre de 2012

EL ÚLTIMO VIAJE: PARTE VI


 
Dos bolas de cristal brillan en la palma de su mano. Una emite una luz rojiza y la otra una luz blanca. Antón levanta la vista y nota la impaciencia dibujada en la cara de aquel misterioso hombre. “Debes elegir una”, le dice, “pero has de saber que la roja te permitirá volver allí de donde has escapado y salvar a tu amiga, y la blanca seguir un nuevo camino a partir de este momento”. Antón alza rápidamente su mano hacia la bola blanca, pero el hombre le detiene. “Piénsalo bien, no sabes qué os puede pasar a partir de ahora”. Rojo de ira y agotado por las últimas horas vividas, Antón le grita que quien es, si es acaso el demonio que les ha atacado en el pueblo, que va a denunciarle a la policía y varios improperios más. En ese momento escucha a Paola llamarlo por su nombre desde la furgoneta y cuando se gira para seguir insultando al dueño del bar descubre que éste ya no está. Pero sí están las bolas, brillando aún con más intensidad encima del mostrador. Las agarra junto con la bolsa y corre a la furgoneta. No se da cuenta de que una de las bolas cae al suelo. El brillo se apaga y se convierte en una simple bolita de cristal más.

Luca pone la furgoneta en marcha y Antón intenta por todos los medios convencerlo de no ir al pueblo fantasma. Le habla de que ha tenido un sueño premonitorio, pero solo consigue que sus amigos se rían de él. Luca sigue conduciendo mientras bromea imitando al dueño del bar y sus maneras misteriosas, y Paola le sigue el juego. Esto hace que Antón se vaya enfadando cada vez más, sobre todo con la actitud prepotente de Luca. Indignado por la respuesta de sus amigos le pide a Luca que pare la furgoneta y le deje bajar, pero el chico dice que ni hablar, que no sea estúpido y no les amargue el viaje. Paola intenta calmar los ánimos. Antón le agarra el hombro a Luca, obligándole a dar un volantazo. Paola aparta el brazo de Antón y le grita a Luca que disminuya la velocidad, pero éste, sin dejar de insultar a Antón, se gira para golpearle. En un solo segundo el mundo gira vertiginosamente. Tres cuerpos se mueven sin control como si estuvieran en el tambor de una lavadora, mientras la furgoneta da varias vueltas de campana y se aparta de la carretera hacia un terraplén de varios metros de desnivel. Uno de los cuerpos sale despedido por una de las ventanillas mientras el auto choca salvajemente contra un grupo de árboles.

No será hasta un par de días más tarde cuando los encuentren. Dos de ellos están reducidos a cenizas por culpa de la explosión del tanque de gasolina, y al otro lo descubren en unos matorrales, bastante alejado de la furgoneta y de sus otros dos acompañantes. Un forense determina que la muerte fue instantánea para los tres.

 

SEPTIEMBRE

La familia de Antón se agolpa en el nicho donde éste pasará toda la eternidad. La lluvia les cala hasta los huesos porque el tiempo había cambiado de repente y nadie traía paraguas. Los sollozos de la madre de Antón acompañan el golpeteo de las gotas de lluvia sobre la caja de madera. Este era el final de tantos días de angustia y espera hasta poder recuperar el cuerpo de su hijo y enterrarlo en Madrid. Se siente culpable por no haber evitado que se fuera a aquel viaje, o por no obligarlo a ir acompañado, al menos. Las explicaciones de las autoridades italianas le habían dejado fría y temía no llegar nunca a saber porqué todo había acabado de esa manera. Compartía el dolor de las familias de los chicos italianos fallecidos, pero en el fondo les culpaba por no haber cuidado de sus hijos correctamente y que Antón corriera la misma suerte que ellos.  

Cuando todos se alejaban al acabar el entierro, la madre de Antón divisó bajo la lluvia una sombra medio escondida detrás de unas lápidas. Le hizo un gesto a su marido de que fuese yendo al coche y se acercó a ella. No le hizo falta acercarse demasiado para darse cuenta de quién era.

-         Qué haces aquí – le dijo a la sombra.

-         Tengo derecho a decir adiós a mi hijo – le contestó ésta a través de un velo.

-         Solo lo pariste y lo abandonaste, no era tu hijo.

-         Me lo quitaron, no lo abandoné. Y tú le has contado que estaba muerta.

-         Era lo mejor para él, ya lo sabes. De todas formas nunca falté a mi promesa de irte informando periódicamente de cómo estaba.

-         ¿Tienes lo que te pedí?- preguntó la sombra.

-         Sí, era lo único que llevaba encima cuando lo encontraron. Nunca se lo había visto, pero si es importante para ti puedes quedártelo – la sombra agarró ansiosa el objeto que la otra mujer le entregaba.

Cuando la madre de Antón se giró para irse, tuvo unas últimas palabras para aquella mujer que había vivido a la sombra todos aquellos años.

-         Parece que, finalmente, ninguna de las dos hemos sabido cuidar de él – luego se marchó corriendo hacia el coche, donde le esperaba su marido y una nueva y dura vida sin el niño que había criado como si fuera suyo.

 La mujer del velo palpa la bolsita. Casi con miedo de descubrir lo que hay dentro, la abre. Las lágrimas se agolpan en sus ojos, nublándolos de tal manera que casi no percibe la débil luz blanca de una pequeña bola de cristal que brilla en la palma de su mano.

Ahora está segura de que su hijo, al igual que hizo ella en su momento, decidió no volver al pasado para corregir una mala acción y optó por la nueva alternativa en un mundo paralelo.

Cierra los ojos mientras recuerda como si fuera este mismo instante, la noche que abandonó a su pequeño bebé a las puertas de un orfanato. En una cestita de mimbre y envuelto en una manta con el nombre de Antón bordado, su hijo la mira con unos ojos terriblemente grandes y despiertos. Sin pensarlo dos veces se aleja corriendo hacia la oscuridad. Amparada por la noche ve una luz encenderse mientras alguien abre la puerta del orfanato y recoge la cesta. Intenta poner la mente en blanco y no pensar en aquellos bracitos y en aquella boquita pegada a su pecho. No puede evitar intentar ver a su hijo por última vez y se acerca de nuevo al orfanato. A través de una ventana es testigo de una terrible escena. Dos monjas discuten de forma acalorada, señalando constantemente la cesta donde Antón llora congestionado. La conversación sube de tono y ve horrorizada como una de las monjas coge un cojín y lo aprieta sobre el niño ante la mirada espantada de su compañera. El tiempo se detiene. Ha dejado de oírse el llanto del bebé. Las monjas miran a su alrededor y cierran inmediatamente la persiana de la ventana desde la que una madre acaba de contemplar el asesinato de su hijo. Nota la sangre congelarse en sus venas.

 De repente se despierta. Se encuentra en el destartalado garaje donde ella y el grupo de ocupas al que se unió viven desde hace un par de meses. Nota el vaho salir de su boca, y sólo la tibieza de su bebé mamando de su seno la distrae de las bajas temperaturas. No entiende qué ha pasado, ni porqué su bebé ha vuelto a sus brazos en lugar de estar bajo un almohadón, inerte, en la sala de un orfanato. Alguien la observa. Es uno de sus compañeros, que se había unido a su grupo el día anterior. Le entrega algo. Sucumbiendo al magnetismo de su mirada acepta el saquito y saca dos bolas brillantes. Con voz serena pero firme, el joven le explica que si escoge la bola roja tendrá la opción de cambiar el pasado y no abandonar a su hijo, y que si elige la blanca el presente seguirá su incierto rumbo. Ella escogió la bola blanca, pero ahora se da cuenta de que no había sido lo correcto. Intentó engañar al destino, pero el destino se había cobrado su víctima igualmente. Rememora la época más dura de su vida, cuando hizo lo imposible para quedarse con Antón. Fueron días de rechazo y decepción. Solo encontraba puertas cerradas ante ella, incluso las familiares y las  de aquellos que alguna vez había creído sus amigos. Así que cayó en la desesperación y se sumergió de nuevo en las drogas hasta que el departamento de  asuntos sociales intervino quitándole a su hijo y enviándola a ella  a un centro de desintoxicación. Pasaron meses hasta que pudo volver a ser persona, y se dedicó, bien lo sabe Dios, a intentar recuperar al niño. Pero éste estaba en una casa de acogida, con una familia adinerada. Después de un tiempo de lucha por intentar conseguir la custodia finalmente tiró la toalla, resignándose a que quizá aquella familia era la mejor opción para Antón.

Para ella la salvación llegaría un año más tarde, cuando se casó con un enfermero del centro y pudo empezar una nueva vida. Nunca le habló del niño, aunque estuvo a punto de hacerlo cuando le diagnosticaron una atrofia que le impediría tener más hijos. Un día fue a hablar con la madre adoptiva de Antón a intentar convencerla para que la ayudara a recuperarlo, pero era demasiado tarde. Solo consiguió de la mujer una promesa de mandarle cartas periódicamente sobre la evolución del niño. Las lágrimas velaron su mirada, y se prometió que serían las últimas que derramaría por él. Cuando estaba aparcando el coche en el garaje de su casa le pareció ver una sombra detrás de una columna. Al llegar a ella no vio a nadie, pero un pequeño destello llamó su atención desde el suelo. Recogió la pequeña bola roja y la unió a la blanca que todavía conservaba dentro de la bolsita, perdida en el fondo del cajón de su mesilla de noche.

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