lunes, 5 de noviembre de 2012

EL ÚLTIMO VIAJE: PARTE III



SIETE DE LA TARDE

Las nubes habían cubierto el cielo de una densa capa gris plomo. Enormes cúmulos se movían frenéticamente convirtiendo los restos del pueblo en un vaivén de sombras de formas terroríficas. Estaba empezando a llover, y gruesas gotas caían como pequeños cristales transparentes sobre el cuerpo de Antón. Acurrucado debajo de la marquesina de lo que debió haber sido el ayuntamiento del pueblo, notaba un charco formándose alrededor de él. Ya no sentía las lágrimas caer por su mejilla, confundidas con la lluvia resbalando por su cabeza, ni el frío que atenazaba sus extremidades. La oscuridad campaba ya a sus anchas y miles de sonidos extraños resonaban en los tímpanos de Antón.  Totalmente empapado decidió moverse para tratar de entrar en calor. Ya nada podía hacer más que pasar la noche dentro del edifico en mejor estado que encontrara. El problema es que casi no podía andar entre los charcos de agua y barro que se formaban rápidamente por todas las callejuelas. Divisó a lo lejos un pequeño otero coronado por una extraña construcción y corrió hacia allí. A cada paso temía hundirse en el lodo y desaparecer como si se tratasen de arenas movedizas. Llegó sin resuello a la loma y haciendo visera con las manos para desviar el agua de lluvia de sus ojos fijó la vista en el pequeño edificio que tenía a pocos metros. Parecía una vieja casa de estilo antiguo, de dos plantas y en estado ruinoso. Antón permaneció de pie delante de la puerta un buen rato, con el agua calándole los huesos. Dudaba si entrar o no. La oscuridad y la densa lluvia dibujaban un paisaje fantasmagórico a su alrededor, provocándole ganas de llorar de impotencia y miedo. Ninguna de las construcciones del pueblo se encontraba en tan relativamente buen estado como la que tenía delante, y estaba claro que tenía que refugiarse en algún lado. Sin pensarlo más, dirigió sus pasos hacia la puerta de la casa que, como la boca de un enorme monstruo imaginario, le daba una dudosa bienvenida.

El esfuerzo de empujar la pesada puerta de madera maciza lo dejó exhausto. Dentro solo reinaba la oscuridad, interrumpida de vez en cuando por los relámpagos que anunciaban que se acercaba una tormenta. Lo primero que notó fue una ráfaga de aire frío que le empujó con tal fuerza que casi le hace caer. Miles de sombras bailaban dentro de una estancia de grandes dimensiones que parecía haber sido el elegante salón de una casa lujosa. Antón se quedó inmovilizado de miedo. Sus ojos trataban de acostumbrarse a la oscuridad para identificar lo antes posible los objetos que le rodeaban. Intentó tranquilizarse y respirar hondo. Por lo menos estaba bajo techo. Escuchaba la lluvia golpear fuertemente los restos de las ventanas y las paredes, y se intuían cientos de goteras repiqueteando sobre el suelo de baldosas. Antón empezó a andar cauteloso y con los brazos estirados al frente para evitar chocar con algún objeto indeseado. A cada resplandor de los relámpagos aprovechaba para avanzar hacia el lugar más seco y seguro que encontrara, sobresaltándose con los nuevos ruidos que detectaba cerca de él. Finalmente le pareció entrever una chimenea y se dirigió hacia ella. Había rescoldos y restos de madera carbonizada, pero estaba seco y a salvo de las corrientes de aire. Antón sollozó mientras su cuerpo temblaba de frío y miedo. Su mente retrocedió varios años, cuando sus padres le contaron que era adoptado y que su madre biológica, una drogadicta que lo había abandonado en una casa de acogida en Galicia cuando solo tenía un mes, murió sin querer saber nada de él. Ese día se planteó cual habría sido su suerte si en lugar de haber sido adoptado hubiera permanecido con su madre. Sin embargo era hoy cuando realmente se daba cuenta de todo lo que su familia adoptiva había hecho por él. Nunca le había faltado de nada, ni lujos ni comodidades, y ahora valoraba de verdad todo aquello. Era consciente de que no todo el mundo vivía como él, pero se consideraba bien pagado por el hecho de haber sido abandonado.

1 comentario:

  1. Jo, ahora casi me siento mal por haber pensado que el Antón era un poco pijeras. Pobre rapaz.
    ¡Que buena pinta coge esto! ¡Al leer lo de la lluvia en el pueblo abandonado me vino a la mente Silent Hill! Jeje.

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