martes, 12 de marzo de 2013

COMBUSTION - CAPITULO III -




RGRIVERO

Susie llegó a casa especialmente cansada. Desde que había empezado a trabajar notaba la mente más ocupada, pero su cuerpo reaccionaba mal a la nueva actividad. No es que necesitara el dinero, ya que sus padres la habían dejado en una situación más que acomodada después de su muerte, pero estaba convencida de que necesitaba un cambio en sus hábitos diarios para evitar sucumbir a la angustia. La obligación de seguir un horario y de estar pendiente del reloj hacía que su día a día no se centrara en su enfermedad y la medicación que debía tomar para ¿qué?, para nada, pensaba. Sólo para hacerla parecer un bicho raro entre sus compañeros de trabajo, por ejemplo, que bebían una caña después de la jornada laboral mientras ella debía limitarse a pedir un refresco.

 Se tumbó en el sofá mientras su gata “Pelusa” ronroneaba moviendo su elástico cuerpecillo como una serpiente alrededor de su pierna. La tomó en brazos y un gruñido de placer hizo vibrar a “Pelusa”, encantada de notar las caricias de su dueña por la barriga.

Levantó uno de los cojines del sofá y sacó de debajo un cuaderno de tapas marrones sujetas por una goma. Lo apoyó en la mesita y fue a la cocina a prepararse un colacao. El café lo tenía también prohibido, así como cualquier bebida excitante.

Agarrando la taza ligeramente templada con las dos manos, abrió el cuaderno y leyó las anotaciones del día anterior. Era una terapia que le había aconsejado uno de los muchos psicólogos por los que había pasado, y reconocía que le consolaba. Escribir sus sentimientos hacía que algo tan inexplicable y que no se atrevía a compartir con nadie de su círculo, la tranquilizara y le sacara un peso de encima.

   -   Bueno, “Pelusa” – le dijo a la bola de pelo que se había instalado a su lado en el sofá – vamos allá.

Anotó la fecha y los acontecimientos medianamente relevantes del día.

“Hoy cobré mi primer salario. Me llevé una grata sorpresa porque superé los ratios de producción y mi sueldo casi se duplicó. El jefe de contabilidad, el señor… mmm… tendré que preguntar como se llama… se quedó muy sorprendido, se lo noté en la cara. Sus facciones son agradables, me sorprende que una persona así esté encerrada en un despacho. Creo que estaría mejor trabajando cara al público. Pues eso, cobré y me fui a celebrarlo con las compañeros al bar de Regina. Regina es un personaje. Tendrá unos cincuenta años, pero viste como si tuviera veinte. Su pelo es rubio platino y trabaja casi siempre en tacones y minifalda, de manera que llama mucho la atención. Sin embargo parece ser que  está felizmente casada desde hace treinta años con un empresario adinerado que le montó el bar porque estaba aburrida, según mis compañeros de trabajo. Hay que reconocer que le da una nota de color con su apariencia, además de emitir ondas positivas con su sonrisa picarona y sus provocativos vaivenes detrás de la barra. Pese a todo no creo que pase de ser el inocente coqueteo de una mujer con síndrome de “Peter Pan” que seguramente fue espectacular en su juventud y que se niega a envejecer. Hoy mismo la vi poniéndole ojitos a nuestro jefe de contabilidad, el cual se tomaba una caña fresquita para envidia de mi misma…”

Susie cerró el cuaderno. No se le ocurría mucho más que escribir. El colacao estaba ya frío pero se lo bebió igualmente. La primavera dejaba notar ya sus efectos y los días se volvían más calurosos, anunciando el inminente verano.

Susie odiaba el verano. Y lo odiaba porque odiaba el calor. Las manifestaciones de su enfermedad se agravaban con las altas temperaturas, ya que alcanzaba los límites de la combustión con mayor facilidad.

Dejó la taza de colacao en el fregadero y se dirigió a la cama. Su apartamento era pequeño pero constaba de un amplio salón separado del dormitorio por un enorme y precioso biombo de madera tropical maciza. Los techos de la vivienda eran altos, como solían ser los de las construcciones antiguas como aquel edificio, y las ventanas, aunque estrechas, se elevaban desde el suelo al techo, enmarcadas en madera blanca. Conectó el ventilador, situado cerca de la cama, y se despojó de la fina bata de seda. Su cansado cuerpo, solo cubierto por un fino camisón corto de algodón, se deslizó en las frescas sábanas, disfrutando de ese momento de contraste de temperatura. Pronto la tibieza de su cuerpo calentaría hasta la fina colcha, haciendo desaparecer la sensación de frescura y elevando la temperatura hasta… ¿la combustión? Por Dios, esperaba que no. Aquella noche no. Había pasado un día agradable y tranquilo, ojalá su patología no volviera a estropearlo todo.  

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