martes, 18 de septiembre de 2012

FIESTAS DE PUEBLO (PARTE I: SEPTIEMBRE)


FIESTAS DE PUEBLO (PARTE I)
SEPTIEMBRE
(Dedicado a Beti y a su estupenda familia)
El sol pegaba duro ya desde las primeras horas de la mañana. El viaje en coche se había hecho largo y pesado, pero Elvira sentía rebullir los nervios en la boca del estómago a medida que se iban acercando a la aldea. La cita anual de las fiestas del patrón era de visita obligada, y también era el momento de reunión de todos los familiares, lejanos y cercanos, a muchos de los cuales solo veía estos días o en celebraciones especiales. Elvira observaba el paso veloz del paisaje a través de la ventanilla de atrás del coche, fijándose en el cambio que se producía poco a poco. El asfalto y los edificios altos fueron dejando paso a las pequeñas casas rústicas y a los intrincados caminos empedrados. A través de la rendija de la ventanilla podía oler los frescos aromas del campo, que penetraban en su nariz liberando multitud de recuerdos asociados a ellos. El rocío, aún visible a pesar de que ya quedaba lejos el amanecer, se posaba en los hierbajos asentados en la vera de la carretera, mostrando el brillo y la transparencia del agua pura y sin contaminar. Pasaron a través de varios puentes, que daban sensación de mayor altura debido al bajo cauce de los ríos. El verano había sido seco, y todo el mundo se lamentaba de la falta de lluvia y de la "piedra" que había secado viñas y huertos. Pero todo esto estaba muy lejos de preocupar la mente adolescente de Elvira, a la espera de la diversión que su imaginación daba por segura. Este era el primer año que se sentía mayor. Su madre le había prometido que podría quedarse con sus primas mayores hasta que acabase la fiesta, fuera la hora que fuera. Podría bailar con ellas, reir, y sobre todo, hablar con Pedro hasta las tantas... Pedro. El corazón empezó una alocada carrera dentro de su pecho, del que amenazaba escapar en cualquier momento. Notó la sangre acumularse en sus mejillas, y bajó la cabeza avergonzada de que los demás ocupantes del vehículo notaran su repentino azoramiento. Pero su hermana pequeña y su abuela dormían plácidamente a su lado, y su madre estaba ocupada comentando con su padre las últimas mejoras que el Ayuntamiento había hecho en la plaza mayor.
Cuando llegaron a casa Elvira ayudó a trasladar las maletas dentro de la casa. Su madre comenzó el ritual de abrir ventanas, sacudir alfombras y sacar las sábanas que tapaban los muebles de las estancias. El poco uso de la preciosa casa de piedra, desde que su abuela había ido a vivir con ellos a la ciudad, hacía que cada vez que venían hubiera que adecentarla. Elvira colaboraba con alegría y energía. Se mostraba parlanchina y sonriente, participando del ambiente jovial que se respiraba en todos ellos. Su abuela siempre se mostraba encantada de volver a la casa que había compartido durante tantos años con su difunto esposo, y en la que había nacido la madre de Elvira. Mientras ayudaba con la velocidad que sus cansadas articulaciones le permitían, contaba las historias que Elvira y su familia habían escuchado multitud de veces. Su padre silbaba "gallegadas", impregnado ya del ambiente rústico que les rodeaba mientras su madre hablaba por teléfono con su cuñada. Ese mismo día cenarían todos juntos allí, pues era una de las casas con el salón más grande. Sus padres lo habían reformado, instalando una chimenea de pellets y hasta una barbacoa con salida de humos al exterior. En la bodega se guardaban varios tablones y soportes para montar una gran mesa con cabida para unas cincuenta personas. Elvira sudaba pensando en todo lo que quedaba por hacer antes de poder ver a Pedro. Era la mayor, así que le tocaba ayudar a sus padres a arrimar los muebles del salón hacia las paredes y montar la enorme mesa. Lo más trabajoso era subir los tablones desde la bodega, pero un repentino grito de euforia la llenó de momentáneo alivio. Su tío Antonio, el hermano mayor de su padre, saludó desde fuera, demostrando que la potencia de su garganta no había empeorado un ápice desde el año pasado. Una sonrisa generalizada se dibujó en las caras de todos los presentes. Antonio emanaba una energía desmesurada, una alegría innata que contagiaba a todos los que le rodeaban. Mientras increpaba a su hermano por su enclenque constitución y alababa la altura de Elvira ("¡Cómo creciches, nena!") sujetaba él solo una tabla y la juntaba a las que poco a poco se habían subido hasta el momento. Se reía, y todos con él, contando chistes y metiéndose con cada uno. Elvira observaba admirada los músculos de sus brazos, robustos y morenos por el trabajo de campo. Llevaba los pantalones arremangados por la rodilla, mostrando sus piernas cortas y arquedas, tan delgadas que hacían a uno preguntarse cómo eran capaces de soportar semejante masa de cintura para arriba.

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