CAPÍTULO
XIV
En el número noventa de la calle
Luna Rafaela se acaba de levantar. La niña no deja de
llorar y al final ha decidido meterla en la cama con ella. El calor del
cuerpecito de su hija la relaja y su cabeza viaja hasta la zona de los recuerdos agridulces.
Su marido Andrés aun tardará un mes en regresar del mar, y luego le esperan
tres meses de fingir una vida normal con él. Una vida de familia feliz en la
que madre, padre e hija viven sin ninguna preocupación. Andrés no sabe muy bien
los problemas que hay con la herencia, porque no entiende que Rafaela necesite
realizar esa venta y dividir de una vez el dinero y las propiedades de la familia
Campos. Recuerda cuando le pidió en matrimonio, a la antigua usanza, en el
palacete de sus abuelos en la costa. Andrés no se esperaba semejante lujo, y se
sintió cohibido por todo lo que rodeaba a esa familia. La madre de Vera y
Rafaela se casó y fueron a vivir con los padres de ella, en un entorno de
comodidades y con todos los gastos pagados. No vieron muy bien su oficio de
marinero de alta mar, pero de aquellas Rafaela estaba tan enamorada… su piel
morena, esos brazos fuertes y venosos a base de ejercitarlos duramente en su
oficio, y su olor… ese olor a mar, a aire fresco de lugares lejanos y
misteriosos. Ya de aquellas Andrés había viajado por medio mundo, haciendo las
delicias de todos al contar anécdotas de los países que había visitado. Aunque
el padre de Vera y Rafaela no pintaba nada en la casa de sus suegros, Andrés
decidió que era de ley hablar con él para pedirle su mano, y eso hizo que
aumentara la estima del hombre por aquel joven educado y de físico
impresionante. No pasó lo mismo con su esposa, auténtica dueña de aquella casa
y de todas las decisiones que se tomaban en ella, la cual intentó por todos los
medios hacer que Rafaela se lo pensara mejor. Pero nada se pudo hacer. La boda
fue inminente y la feliz pareja no aceptó vivir con la familia de ella. El distanciamiento
se hizo evidente con todos ellos menos con Vera, la única que aceptó su decisión
y que precisamente le buscó un precioso piso donde vivir, muy cerca de ella. Vera
entonces vivía con Lucas, aunque todavía no se habían casado. La cercanía con Lucas y Vera fue un bálsamo
en la solitaria vida de Rafaela. Cenaba muchas noches con ellos, mientras Andrés
estaba en el mar, y se acostumbró a formar parte de un trío en el que su
hermana y ella compartían todos los
acontecimientos del día y Luis amenizaba con su sentido del humor y fina ironía.
Rafaela llora. Las lágrimas recorren sus mejillas igual que las gotas de lluvia
recorren el cristal de la ventana de su habitación. Se da cuenta de que está
mojando la cabecita de su hija, y la seca cuidadosamente con una esquina de la
sábana.
En la caja hay una nota mecanografiada que he
roto en parte al abrirla con tanta impaciencia. Me dice que hay un sitio para
hacer mis necesidades y ducharme detrás de una puerta, señalada con una X en un
tosco plano del sótano. Tengo que apartar un mueble librero con un poco de
esfuerzo, pero efectivamente allí está la puerta. Un agujero en el suelo y un
oxidado brazo de ducha encastrado en una pared sin alicatar va a ser mi cuarto
de baño. Veo una pastilla de jabón encima de un soporte de plástico. Vuelvo a
revisar la caja y saco un par de toallas y otra bata del estilo que llevo
puesta, además de unos cuantos libros.
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